IRC añejada en Chichigalpa y denunciada ante el mundo

Relatos de mujeres que resisten

Justina Talavera tiene sesenta años. Su mirada se muestra distante a todo lo que pasa a su alrededor: gente que hace fila en busca de una respuesta ante la negación de sus derechos; caponeros, con caras cansadas en espera de que les salgan más viajes y sacar el dinero de la comida del día; personas que cruzan la calle criticando el tranque en el bulevar de Chichigalpa, donde hoy, 25 de julio, es el cuarto día de protesta.

Todo ese ritmo se detiene al llegar al rostro de Justina. No le tiene miedo a la muerte. Con su mano izquierda se acomoda la gorra y aparta un mechón que le cubre el rostro. Relaja los hombros y con una actitud de resignación afirma: “…de todos modos, nacimos para morir…”, mientras, sube la cabeza y sonríe sutilmente.

Justina vive en Chichigalpa, municipio de 225 kilómetros cuadrados, vecino del volcán San Cristóbal, el más grande de Nicaragua. En esta ciudad habitan unas cincuenta mil personas, si se toma como referencia el último censo.

Un refrán regional le dio a la localidad el título de “Chichigalpa, donde los ríos son de licor y las piedras de azúcar”. Esta fama es atinada ya que ahí se encuentra la Nicaragua Sugar Estates Limited (NSEL) empresa matriz del Ingenio San Antonio, ISA, y de la licorera Flor de Caña, que tiene como accionista mayoritario al Grupo Pellas de Nicaragua. Ambas empresas están fusionadas en la corporación Sugar Energy Rum (SER).

Cuarenta y tres mil manzanas -entre las de la empresa y las de colonos- fue el área de cosecha del cultivo de la caña de azúcar en la zafra 2014-2015. Durante la misma se generaron seis millones 392 mil quintales de azúcar, registra en su página web el Comité Nacional de Productores de Azúcar de Nicaragua.

Esa capacidad productiva se contrasta con los dos mil 584 hogares que viven en pobreza extrema, según el Mapa de Pobreza Extrema Municipal 2005. Aunque la  “Encuesta de Hogares para Medir la Pobreza en Nicaragua, FIDEG 2009”, señala que se ha reducido la pobreza extrema en el período 2005-2009.

El desarrollo económico y las cifras de empleo (5% del PIB. 200 millones de dólares en inversión agrícola. 35 mil empleos directos y más de 120 mil indirectos) que reporta el Comité Nacional de productores de azúcar, parecen datos alentadores. Pero, pobladores afirman que el ingenio es “un lugar maldito”.

Sergio, trabajó en el ISA, unos 30 años, en albañilería y en siembra de caña. Le dieron de baja cuando le detectaron Insuficiencia Renal Crónica (IRC), una enfermedad muy común entre la población chichigalpina. “Yo recaía con calentura, dolores y me llevaron a examinar y salí con azúcar. Me dijo el doctor que no podía seguir laborando, que tenía discos desviados y me dijo que la creatinina ya la tenía en dos y pico…estoy hecho paste de los riñones”.

Como a una jugadora o a un jugador, que cuando le sacan tarjeta roja es expulsado del partido, a quien le detectan creatinina, le despiden. Personas afectadas afirman que la IRC, se debe al veneno que las avionetas dejan caer sobre las siembras de caña, por tanto, quienes trabajan en el ISA se ven expuestos a estos químicos.

Hijos, padres, abuelos, hermanos, tíos, amigos, vecinos, hombres en general, mueren a causa de la IRC. Esto fue motivo de llamar a Chichigalpa, “La ciudad de las viudas”; por la cantidad de hombres muertos “las mujeres están quedando solas”. Este nombre con que se cataloga a Chichigalpa, quiere hacer ver a las mujeres alejadas de lo que se vive en el Ingenio, y se ignora que son afectadas porque recaen en ellas mayores responsabilidades, directa e indirectamente, por lo que sucede en el “lugar maldito” -como lo llaman-; muchas también tienen permiso para laborar ahí.

Sin importar las altas temperaturas, ni que los intensos rayos del sol impactaran en su cuerpo, Justina, trabajó en el ISA. Durante doce años laboró en siembra de caña y otra docena de años en corte. “Ganaba poco. A uno y pico el paquete. En veces ganaba cien pesos, en veces 150 el día. Y en la siembra, era lo que uno hiciera. Ahí era que se mataba más uno. Ahí era que tenía que picar aquella caña, regarla, taparla. Era más duro”.    

Justina ganaba unos cuatro mil córdobas al mes. Se las ingeniaba para ajustar para las necesidades básicas de sus siete hijos (tres mujeres y cuatro varones). Ella tuvo que criarlos sola, ya que su esposo murió de IRC. Muy orgullosa expresa “todos se me criaron”.

Hace cuatro años, Justina sintió un fuerte dolor en la parte baja de la espalda. Se dirigió al hospital del ISA y le dieron la noticia que su creatinina estaba alterada. Nos cuenta que se afligió no por los resultados de los exámenes, sino porque sabía que la IRC, era motivo de despido.

                           

A mí no me dio nervios. Nada, afirma, al haberse dado cuenta que tenía IRC. Sus expresiones aparentan fortaleza.

Pero, la sonrisa se le borró al preguntarle por sus hijos. Quien antes parecía no tener miedo a nada, se desvaneció. Se quita la gorra y no puede contener las lágrimas. Vuelve a ver a todos lados, como si buscara una esperanza, un consuelo. Con el cuello de la camisa, se limpia el rostro y trata de recuperarse para continuar la plática. Repite, “todos se me criaron”, esta vez agrega: “pero ya grandes se me murieron”.

Los tres hijos mayores, murieron por IRC. El más reciente fue en enero. La tragedia continúa, al darse cuenta que una de sus hijas y su hijo menor, también están afectados por esta enfermedad.

Al final, yo también salí arruinada

 “La verdad de las cosas, esa empresa no valora ni nada al trabajador”, expresa con un rostro indignado, Brenda, habitante de la comunidad El Guanacastal. Se sienta, cruza sus brazos y los pies. Aún quedan manchas sobre su piel. Pasa sus manos por el cuerpo y afirma “todo se me fregó. Es por hoy y no me he podido curar…”

                        

Hace doce años, el papá de sus tres hijos, también murió de IRC. Brenda, afirma que fue en el Ingenio donde su esposo se enfermó. Sin importar la creencia del “lugar maldito”, entró a trabajar para proveer alimento y brindarles una educación a sus dos hijos y a su hija. “Y al final yo también salí arruinada”, expresa.

Durante cinco años, Brenda trabajó en siembra, resiembra y deshierba. Fue despedida después de que en la empresa se enteraran -a través de los resultados de unos exámenes- que el colesterol estaba alterado, además de las manchas blancas que cubrieron su piel.

Brenda emprendió continuos viajes de Chichigalpa a Chinandega, con deseos de curarse. Entre sus hermanos y su mamá, lograron recoger dinero y pagar la consulta donde una dermatóloga privada, además de comprar la pomada que le cuesta trescientos córdobas. “Y la empresa, nada me dio”, asevera.

Actualmente, Brenda se desempeña como trabajadora del hogar. Con el rostro aterrorizado asegura que no volverá al Ingenio, aunque tenga que trabajar fuera de Chichigalpa. Según pobladores, es la única fuente de trabajo en esta ciudad, por lo que se arriesgan y se resignan a que en cualquier momento, les diagnostiquen creatinina alterada.

“Esa empresa lo que le interesa simplemente es que usted le sirva trabajando. A los años se enfermó, se murió y ya está” señala Brenda, mientras mueve sus pies inquietamente y levanta su ceja izquierda. Los gestos de su rostro dicen más que sus palabras. Indignación, resentimiento y abandono, son parte de las emociones que expresa.

Miedo, según Brenda, es la causa por la que la población no demanda a la empresa. La necesidad de ganar dinero, tener que comprar la provisión, pagar estudios, lleva a las y los pobladores a mantener ese espacio laboral, aunque lo consideren perjudicial para la salud.

Aunque Milena Auxiliadora Navarro, pobladora del Guanacastal, de forma convincente y con firmeza asegura: Yo no tengo miedo”. Se acomoda en la silla y mientras habla, su rostro muestra más enojo. Voltea a ver las siembras de caña que hay alrededor de su casa y agrega: “A mí me dicen ´es que vos sos atrevida´. No es que sea atrevida, es que uno tiene sus derechos que defender. Si yo me quedo con mi boca cerrada, ¿qué vamos a hacer? Nada. La empresa se hace más rica y yo al hoyo. A dejar a mis hijos motos”.

Milena laboró cinco años para el Ingenio San Antonio. Un trabajo que considera “pesadísimo”. Aunque no tiene escritas las palabras en un papel, en su mente tiene bien planteadas las características y sus percepciones sobre el Ingenio. Describe la mala remuneración salarial y el mal trato que reciben quienes laboran en el ISA.

Milena, asegura que en el Ingenio se exige entrar a una hora determinada, pero no tienen específica hora de salida. Mucho menos, se les da la oportunidad de tener una hora de almuerzo. Esto se vuelve aún más cansado particularmente para las mujeres, puesto que la mayoría llega a trabajar a sus casas. Es decir, cumplen con doble o hasta triple jornadas.

“La empresa es bandida”, asegura Milena, al recordar los días en los que llegaban a supervisar al Ingenio. “No nos daban ni bota, ni nos daban nada. Vino una supervisión. Ese mismo día nos mandaron a dar botas, a darnos guantes. ´cuidadito se las quitan´ -ahí andaba el fiscal- ´No queremos que anden con mangas cortas´. Apenas ya pasó eso que nos iban a venir a supervisar, nos dejaron al sol y al viento”.

Estira los pies. Los huesos de las rodillas se le notan resaltados. Sus piernas están moradas y su rostro cansado. Se hace masaje con las manos, mientras expresa: “Ya no aguanto”.

Desde hace un año dejó de trabajar en el Ingenio San Antonio, pues sentía que le afectaba su salud. La inseguridad la envolvió en un momento, al pensar en cómo haría para subsidiar las necesidades de sus tres niños. Pero está convencida de que si se queda en la empresa, podría empeorar, hasta morir.

“Las rodillas me duelen. No soporto el aire del abanico, porque siento que me meten agujas en mis huesos. Eso me ha perjudicado a mí, en muchas formas. Yo tenía un lema, que todo es que anduviera en ese trabajo ahí, sólo enferma paso”, relata Milena.

                                

Frunce las cejas, enrolla sus brazos y cierra  los ojos, como si en ese preciso momento el dolor se agudizara.

El esposo de Milena fue despedido cuando el examen de IRC, salió positivo. Mensualmente, recibe una pensión de dos mil córdobas. La familia asegura que esa cantidad no les da abasto.

“No voy a echarme a llorar con mis hijos al verlos que me estén pidiendo de comer. A mi marido le dan dos mil y pico pero yo no me atengo a él. Yo he llegado a rajar leña para vender, aunque en la noche me esté palmando del dolor”, expresa Milena.

Esta vez, sus ojos se muestran cristalinos, como si estuvieran a punto de dejar correr las lágrimas. Mira al lavadero y calla por cinco segundos. Luego continúa: “Hay momentos en que estos huesitos ya no los aguanto. Ha habido veces que se me caen los platos de la mano, pero tengo que hacerlo”.

Otra de las actividades que realiza, es la siembra de pipianes y ayotes, entre otras verduras, para consumo propio y para venderlas y así obtener ganancias. Sin embargo, la preocupación continúa. La casa donde habitan está rodeada de siembras de caña y aseguran que las avionetas pasan regando herbicidas, sin importar que los niños estén jugando en el patio.

Asegura Milena que cuando escucha las avionetas, corre a meter a los niños a la casa e ingeniársela y tapar el pozo, pues en varias ocasiones ha quedado expuesto a los químicos, al no cubrirlo a tiempo.

                            

El IRC en Chichigalpa, la falta de respuestas de la empresa y del gobierno y el sentimiento de abandono en la población, motivó a realizar huelgas para que la licorera llegue a un acuerdo y se indemnice a las personas enfermas. Sin embargo, siguen sin obtener una contestación.

Se trata de pelear y luchar por tus derechos

Mariela Molina es secretaria de la Junta Directiva que organiza la lucha por los derechos de las y los enfermos de IRC. La gente la reconoce como líder. Sale de su casa, camino al bulevar, donde está la huelga. Varias personas ya la están esperando. “Doñita”, la llaman. Con respeto y cariño se ponen a su disposición, en lo que puedan ayudar y se suman a la lucha.

“Tenemos una sentencia de muerte”, expresa Mariela. Golpea el libro de actas y firmas que ha levantado en apoyo a la huelga y queda en silencio por un breve momento. Nunca ha trabajado en el ISA, tampoco tiene IRC, pero afirma ser afectada indirecta de esta enfermedad. Su papá tiene IRC, por tanto, apoya a la población en su demanda.

En el camino, se ha encontrado con muchas piedras. Recibe amenazas, burlas y señalamientos, nada la detiene. Mientras está la huelga, una señora camina indignada, “lo que están haciendo es afectar a la economía de Chichigalpa”, comenta. Gente que piensa en forma similar ha criticado a Mariela porque consideran que no debería involucrarse. Tengo derecho a estar aquí reclamando también. Nadie me va a quitar ese derecho”, asegura Mariela.

La IRC, no se queda sólo con las y los enfermos, continúa con la familia, “pues es un problema que trasciende” explica Mariela. Con firmeza, expresa que esta también es una lucha de mujeres. Aunque, no niega que muchas veces ha sentido miedo. Miedo, a que por querer callarla, la arresten. Miedo, a dejar a su hija. Miedo, a que le quiten la libertad por una causa justa. Pero ni ese miedo que siente, la detiene.

Mientras habla, es interrumpida por una señora y unos jóvenes. Le entregan unas bolsas de pan  y de pico. “Aquí la gente nos apoya. Nos traen comidita y bebida”, refiere.

La gente de la huelga, forma un círculo. “Fresquito, fresquito”, dice en voz alta una señora, que carga un balde azul lleno de bolsas con refrescos. Camina, y va regalando el refresco a las y los presentes. Lucila Somarriba trabaja vendiendo frescos y bolis y tambiénapoya. “Esta también es mi lucha”, afirma. De sus ganancias, compra cartulinas, marcadores, entre otros materiales que puedan servir en la huelga. Además, apoya con refrigerio a la población presente en la huelga.

Su miedo, es que también salga afectada con IRC. “Yo a estas alturas, a mí me duele el riñón, pero tengo miedo de hacerme el examen de creatinina, porque me da miedo que me vayan a decir que tengo creatinina. Sólo bebo agua, porque es lo que me dicen”, expresa Lucila.

Nos dirigimos en una moto taxi hacia La Isla, llamada así por estar rodeada de un riachuelo. Carlos, el conductor, nos comenta que su suegro “murió carbonizado por la IRC”.

Marcos Mendoza, nuestro guía, tampoco desperdicia la oportunidad de contarnos su historia. Durante 30 años, trabajó en el Ingenio San Antonio. Fue despedido cuando se le detectó IRC. Desde entonces, recibe una pensión de tres mil córdobas mensualmente. No acostumbra a salir de paseo, pues el dinero con costo le ajusta para comprar la comida.

Nos parqueamos en el patio de una casa. Después del susto por los ladridos de los perros, una señora sale de la cocina y nos saluda con una sonrisa. Es Andrea Urbina. Trabajaba en el ISA, desde hace ocho años fue dada de baja al detectársele diabetes. 

“Nadie está trabajando”, asegura. Andrea, se refiere a que en su familia, no hay mano laboral. Pues tanto su esposo, como sus dos hijos, tienen IRC, por lo tanto, no pueden trabajar en el ISA, que es la única fuente de trabajo en la localidad.

Andrea, recibe tres mil córdobas de pensión y su esposo cuatro mil. Con ese dinero, se las ingenian para comer y ayudar a sus hijos, a quienes se les negó la pensión. Andrea, levanta el cuello, dirige su mirada hacia alrededor y señala: “En todas las casas hay viudas”.

En nuestro recorrido, encontramos a Carlos, habitante de La Isla. Desde los 17 años entró a laborar en el Ingenio. Un día sintió que se ahogaba, se le bajó la presión y le dolía los huesos. Se hizo los exámenes y se le detectó la creatinina alterada. Desde entonces, no volvió a ir al Ingenio. “Si yo hubiera seguido trabajando ya no existiera”, afirma. Cuenta que su esposa nunca ha trabajado en el Ingenio y está libre de esta enfermedad.

Regresamos a Chichigalpa. La huelga continúa. La gente busca una nueva esperanza. Observamos entre la multitud a Estela Rivas de sesenta y nueve años. La recordamos -hace nueve meses encabezando la caminata que emprendieron enfermos y familiares de personas con IRC-. Estela caminó más de nueve días, ciento treinta kilómetros desde Chichigalpa a Managua, para demandar se declare zona de emergencia sanitaria al municipio de Chinandega y una indemnización justa. Estela cargaba la foto de su marido, fallecido en 2008. Tiene un hijo y tres hermanos con la misma enfermedad, al saludarnos comenta “seguimos en la lucha”.

Reclaman por sus derechos. Lucila, afirma que todos los días en esta ciudad entierran a alguien. “Imagináte que haya un parque y que no haya una sociedad para ir a disfrutar. ¿Cómo lo mirás?”, pregunta Mariela.

A muchas mujeres, el rol patriarcal asignado, de amas de casa, las había salvado. No obstante, son cada vez más las que al ver que nadie trabaja en sus familias, sin importarles la posible afectación a su salud, entran a laborar en el ISA.

El sol se va ocultando. Mariela continúa en las instalaciones de un negocio de sorbetes eskimo, sentada, recogiendo firmas y animando a la gente para que continúe. “La lucha se gana peleando”, expresa.

                                

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